miércoles, 23 de julio de 2014

FUNCIONARIOS



CUANTOS MÁS DATOS se conocen de la trama corrupta de los cursos de formación, más evidente resulta que nuestra salvación depende de los funcionarios. Si no fuera por la juez Alaya, o por los agentes de la UDEF, o por Teodoro Montes -el alto técnico de la Junta que denunció en 2012 las tropelías de los responsables de las ayudas-, el chiringuito seguiría funcionando como si nada. De hecho, su concepción era brillante, como de alta política invertida. Y es que hay una alta política que procura el bienestar general y otra encaminada al bienestar de la casta a costa del bienestar general. Alta política invertida fue, en su momento, concebir un sistema educativo que desviara una gran parte de la formación profesional a los agentes sociales, que ya eran parte de la casta. La Formación Profesional heredada de la dictadura era modesta, pero excelente. Aquellos centros de formación profesional y aquellas escuelas de artes y oficios fueron liquidados argumentando que carecían de prestigio social, una obscena mentira. Podrían haber ampliado sus funciones, convirtiéndolos también en centros de reciclaje laboral para desempleados. Obviamente, no habría sido posible mangonear los fondos destinados al efecto. La contabilidad de un centro público de enseñanza es responsabilidad de su secretario y es absolutamente transparente. Un secretario corrupto no es algo imposible, por supuesto, pero sí altísimamente improbable. Sus colegas no lo permitirían. Funcionarios.
Tras liquidar el antiguo modelo de formación profesional, había que concebir un sistema que garantizara el control político de las actividades formativas y, por ende, de los fondos asociados a ellas. Se entiende, en este sentido, la creación de la Faffe o la suscripción de los rimbombantes pactos de «concertación social». Si se hubiera tratado de fomentar la formación para el empleo en Andalucía, parece evidente que habríamos ido remontando poco a poco en esas estadísticas que sitúan la comunidad, año tras año, entre las regiones con más parados de Europa. Que los cursos fueran reiteradamente inanes, o fantasmales, o inoperantes o de la señorita Pepis no constituía un grave problema porque no era un problema en absoluto. Se trataba más bien de otra cosa, más lucrativa que formativa: a cambio del obsceno reparto de millonadas entre los beneficiarios del sistema, el poder político se aseguraba esa «paz social» de la que tanto se presumía en público. Algunas migajas, de paso, les caían a los participantes en estos cursos de mojiganga. Podrían haber sido los primeros en denunciar el mondongo, pero no sería justo culpabilizarlos en la misma medida que a sus ideadores; más que cooperantes necesarios, los asistentes a estos cursos han sido meros figurantes sometidos a la ley de las lentejas.
Hemos llegado, en fin, a un nivel tal de pestilencia sistémica que se han trastocado los papeles: los funcionarios empeñados en desenmascarar los manejos de la casta se han convertido en nuestros auténticos representantes. Se trata de una peligrosa anomalía democrática, ciertamente. Quizá, como escribió Hölderlin, donde crece el peligro, crece también lo que nos salva.
Por  JUAN ANTONIO RODRÍGUEZ TOUS. Elmundo.es

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