CUANTOS MÁS DATOS se
conocen de la trama corrupta de los cursos de formación, más evidente resulta
que nuestra salvación depende de los funcionarios. Si no fuera por la juez
Alaya, o por los agentes de la UDEF, o por Teodoro Montes -el alto técnico de
la Junta que denunció en 2012 las tropelías de los responsables de las ayudas-,
el chiringuito seguiría funcionando como si nada. De hecho, su concepción era
brillante, como de alta política invertida. Y es que hay una alta política que
procura el bienestar general y otra encaminada al bienestar de la casta a costa
del bienestar general. Alta política invertida fue, en su momento, concebir un
sistema educativo que desviara una gran parte de la formación profesional a los
agentes sociales, que ya eran parte de la casta. La Formación Profesional
heredada de la dictadura era modesta, pero excelente. Aquellos centros de
formación profesional y aquellas escuelas de artes y oficios fueron liquidados
argumentando que carecían de prestigio social, una obscena mentira. Podrían
haber ampliado sus funciones, convirtiéndolos también en centros de reciclaje
laboral para desempleados. Obviamente, no habría sido posible mangonear los
fondos destinados al efecto. La contabilidad de un centro público de enseñanza
es responsabilidad de su secretario y es absolutamente transparente. Un
secretario corrupto no es algo imposible, por supuesto, pero sí altísimamente
improbable. Sus colegas no lo permitirían. Funcionarios.
Tras liquidar el
antiguo modelo de formación profesional, había que concebir un sistema que
garantizara el control político de las actividades formativas y, por ende, de
los fondos asociados a ellas. Se entiende, en este sentido, la creación de la
Faffe o la suscripción de los rimbombantes pactos de «concertación social». Si
se hubiera tratado de fomentar la formación para el empleo en Andalucía, parece
evidente que habríamos ido remontando poco a poco en esas estadísticas que
sitúan la comunidad, año tras año, entre las regiones con más parados de
Europa. Que los cursos fueran reiteradamente inanes, o fantasmales, o
inoperantes o de la señorita Pepis no constituía un grave problema porque no
era un problema en absoluto. Se trataba más bien de otra cosa, más lucrativa
que formativa: a cambio del obsceno reparto de millonadas entre los
beneficiarios del sistema, el poder político se aseguraba esa «paz social» de
la que tanto se presumía en público. Algunas migajas, de paso, les caían a los
participantes en estos cursos de mojiganga. Podrían haber sido los primeros en
denunciar el mondongo, pero no sería justo culpabilizarlos en la misma medida
que a sus ideadores; más que cooperantes necesarios, los asistentes a estos
cursos han sido meros figurantes sometidos a la ley de las lentejas.
Hemos llegado, en fin,
a un nivel tal de pestilencia sistémica que se han trastocado los papeles: los
funcionarios empeñados en desenmascarar los manejos de la casta se han
convertido en nuestros auténticos representantes. Se trata de una peligrosa
anomalía democrática, ciertamente. Quizá, como escribió Hölderlin, donde crece
el peligro, crece también lo que nos salva.
Por JUAN ANTONIO RODRÍGUEZ
TOUS. Elmundo.es
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